RAZA HISPANA. Hispanoamericanismo e imaginario nacional en la España de la restauración.
En las dos últimas décadas, el nacionalismo español se ha convertido en objeto recurrente de investigación y en protagonista de algunos debates historiográficos significativos. Ya no es, desde luego, el gran olvidado de los nacionalismos peninsulares, como ocurría a finales de los años ochenta, cuando abundaban los estudios sobre catalanistas, galleguistas o nacionalistas vascos pero apenas se hablaba del españolismo, que se tenía por inexistente o fallido.
Desde entonces han proliferado los trabajos monográficos acerca de las ideas y las políticas españolistas, trabajos que han trazado buena parte de su trayectoria a lo largo de la edad contemporánea y se han adentrado en terrenos tan relevantes como el de la nacionalización y la movilización nacionalista de los españoles. Como fruto de este esfuerzo, numerosos historiadores han renovado métodos y enfoques, han conocido los avances de otras historiografías europeas y, en muchos casos, han abandonado el viejo relato que veía la construcción nacional en España como una excepción y un rotundo fracaso colectivo. La obsesión tradicional por los defectos y carencias se ve remplazada ahora por la atención a la complejidad y a las oscilaciones del fenómeno nacionalista.
En este contexto, el libro de David Marcilhacy confirma algunas de las tendencias historiográficas en curso y constituye un hito importante. Por un lado, se centra en un período crucial, el primer tercio del siglo XX, que, en España como en otros países, estuvo marcado por la irrupción de nuevos actores en la arena pública y, conforme se ensanchaba su participación, exigió de las élites políticas e intelectuales un mayor compromiso con las tareas nacionalizadoras. De este modo aleja el foco del Ochocientos, el campo donde se han librado hasta hace poco los torneos académicos sobre la nacionalización española, para situarlo en una época en que la crisis de la política elitista ubicaba el nacionalismo en el centro de la escena. Por otro, escoge uno de los elementos fundamentales del imaginario españolista, el hispanoamericano, que recorrió todo el Novecientos y dio lugar a la fiesta nacional más duradera, el aniversario del descubrimiento de América cada 12 de octubre, capaz de sobrevivir a toda clase de fracturas hasta la actualidad. Y, por último, emplea los instrumentos de la historia cultural para desentrañar asuntos políticos de gran calado, como los conflictos acerca de la identidad española, sus definiciones y su difusión, las iniciativas para imponer unas u otras versiones de la misma, la legitimación de los diferentes regímenes y el desarrollo de una política exterior digna de tal nombre.
Así, Marcilhacy indaga, a través del americanismo, en el núcleo central de la cultura política españolista en las primeras décadas del XX, y lo hace de manera exhaustiva y completa, atendiendo tanto a los discursos como a las prácticas políticas. Evita por tanto las taras reduccionistas que suelen lastrar la historia cultural de la política cuando confunde cultura con discurso. Y todo ello le permite realizar dos aportaciones substanciales. La primera consiste en un profundo análisis del concepto de raza hispana y de sus múltiples implicaciones, que afectaron sobre todo al nacionalismo español y no se circunscribieron, como a veces se ha pensado, a las relaciones internacionales. La Raza se revela como el sustrato de una comunidad imaginada, de un artefacto cultural integrado, en combinaciones variables, por ingredientes como la lengua, la religión, la historia y las tradiciones, que contenía valores normativos y hasta performativos, pues se reinventaba de manera continua. Entendida a partir de metáforas vinculadas con la familia, como la de la madre patria y sus hijas americanas o la del tronco hispánico con ramajes ultramarinos, esa «pieza clave de una verdadera ideología nacional» adquirió una gran utilidad para los nacionalistas, que hicieron de ella parte indiscutible de la identidad española.
En síntesis, recuperaba
un estatus imperial para la nación, que gracias a su vertiente americana podía
contemplarse como una potencia de gran magnitud en tiempos de humillaciones y
flaquezas. La Raza permitía imaginar una España mayor o máxima, una súper-España
transformada en un continente cultural. Como afirmaba Américo Castro, América
era un estímulo para el proceso de reconstrucción de España, «una forma más del
hispanismo». (...)